jueves, 24 de octubre de 2013

Juan Cervera Sanchís J. y R., un perfil, expreso de café cortado


Por Abraham Peralta Vélez

Aún lo veo en la mesa del café. Inquieto, espontáneo y alegre, tomaba un expreso cortado y no más. A los setenta años, solo el alma le dolía. Por sus hábitos sencillos, gozaba. Juan Cervera Sanchís Jiménez y Rueda tenía salud y parecía que acababa de nacer. Puntual, constante, nos esperaba tras la mesa del café, con su libreta, su periódico, algún libro, alguna revista y sus poemas en hojas sueltas y sus poemas que pronto, con regocijo, nos leía y nos regalaba una copia. Centrípeto, atraía la vitalidad de la tertulia. 
 
Claro en su vestir, no traía una rosa en el ojal, sino al río Guadalquivir, a las nubes, al amor, y a la herida de ser hombre. Sus zapatos cafés, con minúsculos resquicios de polvareda y cielo, lo contenían, eran ya su alma. Caminaba, siempre, caminaba, negado desde siempre a tener un automóvil, a no ir con los de a pie y a no vivir las derrotas del transporte público. Con su guayabera, recordaba "a la calor" de la Giralda y la Giraldilla, a las palmeras de su Lora del Río. Pasaba el pañuelo por su cuello, sudaba. Su ropa era prestada, porque de paso andaba. Sus pantalones a veces le quedaban grandes, porque de prestado andaba. Con miras al más allá, la vanidad no le vestía, sino la pulcritud del cielo. 
 
Y así como su indumentaria, jamás poseyó un palmo de tierra. Vino a México por amor a su amadísima Axaí y se fue dejando ideas y versos, belleza y pensamiento; se fue quedando, en este México de nadie suyo; se fue dejando por aquí y por allá rastros de vocación y se fue liberado de sus pertenencias, más que poseedor de algo. Vino a México fundamentalmente por amor, y, en consecuencia cantó e intentó por cualquier medio, como ediciones de libros, revistas, trípticos, presentaciones, tertulias, difundir la poesía. Dos grandes amores, por tanto, le dieron vida a su rebeldía: Axaí y la poesía. Juan Cervera Sanchís ha sido un poeta del amor. Su vida lo testimonia y su obra lo canta. Un amor que lo trascendía y eternizaba.

A veces llegaba vociferando al café: "nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir". Y no sólo eso, sino afirmaba que caminaba entre muertos vivos y entre vivos muertos. Jamás supimos bien a qué se refería, saquen sus conclusiones. Convivíamos, en efecto, con el autor de A orillas de un río, de los Sonetos Vegetales, de Silencios, de Carcajadas, y de Visión de la ebriedad. Vivía sus ideas, si se me permite decirlo, de manera natural, espontánea. Tenía, no un credo, sino una vibrante homilía. Verlo cada fin semana era no sólo rememorar, sino revitalizar lo dicho. Hacía sin decirlo y al decirlo, lo rehacía.

Aún lo veo, sí, aún lo veo, platicando de su ración de papaya, de su jícama, de su sopa de verduras y, con algarabía, de las manzanas. A cuenta gotas, comía. Y bebía el agua simple, superior a cualquier otra bebida. "Tomar el alimento necesario, no lo que el paladar os pida o lo que la costumbre impone", decía Krishnamurti, y parece que escucho a Juan. "Jamás descuides la salud del cuerpo. Dale con mesura comida, bebida, ejercicio y descanso, ya que armonía es todo aquello que no perjudica", Pitágoras en sus Versos Áureos, y parece que escucho Juan.

Juan Cervera Sanchís Jiménez y Rueda, lleno de memoria por sus antepasados, antes que poeta, ha sido un sabio o su vocación como poeta ha sido la de sabio. De esos que, antes que decir palabra, la viven, y al vivir en la flama de su destino no pueden helar su saber. Entonces lo cantan, estremecidos llevan la verdad al canto, imposibilitados en su fervor a la verdad abstracta, entumecida y teórica. En la máximas de Confucio se lee: "Tsé-Kung preguntó: ¿A quién llamas sabio? Le respondió el maestro: A aquel que primero convierte sus palabras en actos y después enseña". Aunque a Juan, si le preguntara, allende mi opinión, contestaría a la manera Sufi y también Socrática: "yo soy un idiota, que nada sabe". 

Abraham Peralta Vélez y Juan Cervera Sanchís

Así nos hablaba, con su breve café, expreso cortado. Eran sus aulas, los cafés: el Jekemir, el Emyr, el Gran Premio, el café del museo Franz Mayer, o en los años setenta, el clásico café La Habana. La calles eran los pasillos de su institución, las de la colonia San Rafael, Bucareli, Independencia, Artículo 123, Juárez... las calles del centro de la ciudad de México. Caminar con él, que iba con sus lentes oscuros, a prisa, era vivir su enérgico camino, perseguir sus ideas a un paso nervioso, cuidadoso, y verlo, sea dicho, mentar algunas madres para cruzar la calle. Cuestionaba y apuntalaba, reiterativo. Entre anécdotas aconsejaba al despedirse aprisa:"¡no te pierdas!"

A cualquiera le tenía una labor, una idea, una inquietud, un golpazo. Mientras lo conocí, no dejó de impulsar pequeñas ediciones, de escribir y de platicar. Tenía muy claro que la vida se nos iba. Había que aprovechar nuestro minuto fugaz. Bromista, encabronado, alegre, platicaba con los meseros, sus grandes amigos, y por su puesto perdía el tiempo con su caterva de amigos.

Tuvo destino y lo mantuvo marcado en esa mano huidiza que a hurtadillas revoloteaba. Sus ojos grises, negros, verdes, azules, se perdían sorprendidos de estar vivo. A Juan Cervera le bastaba cualquier sitio para conocer el mundo. Así como al conocerse a sí mismo descubría el universo. Creía, como pocos, en la fidelidad, en la contención de los deseos, que para él significaba libertad y liberación amorosa, descubrimiento inacabable de la amada. Hombre solitario, de pocos amigos, hacía amistad con cualquiera en su alegría. Su charla era veloz y gorrioncilla.

Escribía sus versos en una caligrafía apenas legible para el extraño, inquieto en el sillón, ante la mesa del café, con su libreta barata tamaño francesa, con su mano izquierda, recóndita, huidiza, y con una pluma Bic. Uno se iba acostumbrando a los surcos inquietos de su pluma, como quien aprecia, de a poco, la prisa de un gorrión enredado en sus sueños. Ya su caligrafía era un sello innegable. Solía escribir diario, como quien sabe que pronto terminará su camino, bajo la máxima: "lo que vayas hacer, hacerlo presto"; asimismo, escribir para él significaba vivir, vivir, ¡vivir!, de manera auténtica, en la verdad de la poesía, en "el momento poético que nos ofrece la iluminación cósmica".

Aún lo veo. Sí, hoy, como domingo de aquellos, que vine al café Emyr y no hay nadie. Estoy solo. Sin embargo, mucho inquieta Juan Cervera Sanchís J. y R. el vacío de estas mesas, porque tanto río era este hombre caminante, que permanece el eco de su cause. Puedo afirmar, por último, que Juan era un expreso cortado: puntual, despierto, vital y breve como un haikú, una fuente inagotable de asombro y armonía.

TieRRa HúMEda Poesía para que florezca el alma

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