Capítulo 10
Las
nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latino de noche, el aire húmedo con
todavía algunas gotas de agua que un viento desganado tiraba contra la ventana
malamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos roto y arreglado con un
pedazo de esparadrapo rosa. Más arriba, debajo de las canaletas de plomo,
dormirían las palomas también de plomo, metidas en sí mismas, ejemplarmente antigárgolas.
Protegido por la ventana el paralelepípedo musgoso oliente a vodka y a velas de
cera, a ropa mojada y a restos de guiso, vago taller de Babs ceramista y de
Ronald músico, sede del Club, sillas de caña, reposeras desteñidas, pedazos de
lápices y alambre por el suelo, lechuza embalsamada con la mitad de la cabeza
podrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo con un áspero fondo de púa,
un raspar crujir crepitar incesantes, un saxo lamentable que en alguna noche del
28 ó 29 había tocado como con miedo de perderse, sostenido por una percusión de
colegio de señoritas, un piano cualquiera. Pero después venía una guitarra
incisiva que parecía anunciar el paso a otra cosa, y de pronto (Ronald los había
prevenido alzando el dedo) una corneta se desgajó del resto y dejó caer las dos
primeras notas del tema, apoyándose en ellas como en un trampolín. Bix dio el
salto en pleno corazón, el claro dibujo se inscribió en el silencio con un lujo
de zarpazo. Dos muertos se batían fraternalmente, ovillándose y
desentendiéndose. Bix y Eddie Lang (que se llamaba Salvatore Massaro) jugaban
con la pelota I'm coming, Virginia, y dónde estaría enterrado Bix, pensó
Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas millas una de otra sus dos nadas que en
una noche futura de París se batían guitarra contra corneta, gin contra mala
suerte, el jazz.
— Se está bien aquí.
Hace calor, está oscuro.
— Bix, qué loco
formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.
— La influencia de la
técnica en el arte —dijo Ronald metiendo las manos en una pila de discos,
mirando vagamente las etiquetas—. Estos tipos de antes del long play tenían
menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene un pajarraco como Stan Getz y
se te planta veinticinco minutos delate del micrófono, puede soltarse a gusto,
dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía que arreglar con un coro y
gracias, apenas entraban en calor zás, se acabó. Lo que habría rabiado cuando
grababan discos.
— No tanto —dijo
Perico—. Era como hacer sonetos en vez de odas, y eso que yo de esas pajoterías
no entiendo nada. Vengo porque estoy cansado de leer en mi cuarto un estudio de
Julián Marías que no termina nunca.
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